Había un parque en mi ciudad donde el tiempo parecía detenerse. Los bancos, desgastados pero firmes, parecían guardar los secretos de generaciones. Uno en particular, bajo un viejo árbol de jacaranda, era mi refugio cada sábado por la tarde. Allí escribía en mi libreta, dejando fluir palabras que jamás pronunciaría en voz alta.
Un día, llegó alguien nuevo. Era una mujer de cabello castaño, piel cálida y ojos que parecían saber cosas que los demás ignoraban. Se sentó en el banco de enfrente, con un libro en las manos. La vi durante semanas, siempre concentrada en sus lecturas, mientras yo hacía garabatos en mi libreta, fingiendo no notar su presencia.
Finalmente, reuní el valor para dejar una nota en su banco. Solo decía: "Hola. Me encanta verte leer. ¿Puedo invitarte a un café algún día?" No firmé. La dejé al borde del asiento y me alejé, observando desde la distancia.
Al día siguiente, había una respuesta pegada al respaldo del banco: "Hola. He notado tus miradas y me has intrigado. Pero si de verdad quieres invitarme a un café, dime tu nombre."
Pasaron días antes de que contestara. Escribí mi nombre, Martín, y una hora en una pequeña cafetería cercana. Llegué puntual, el corazón latiendo como un tambor en mi pecho. Y ella llegó, puntual también, con una sonrisa tímida pero firme.
Charlamos por horas. Fue como si el universo entero hubiera conspirado para juntar dos almas que encajaban perfectamente.
Empezamos a vernos cada sábado. Cada encuentro era mágico. No podía creer lo afortunado que era. Hasta que, una tarde, mientras caminábamos por el parque donde todo comenzó, ella se detuvo bajo el viejo árbol de jacaranda.
—Hay algo que necesito decirte, Martín —dijo, con voz seria.
Mi mente corrió hacia todas las posibilidades: ¿tenía miedo? ¿Dudas? ¿Tal vez no sentía lo mismo?
—Dime lo que sea —respondí, intentando parecer sereno.
Ella suspiró profundamente y me miró a los ojos.
—Yo no soy quien escribía las notas.
La confesión me golpeó como un balde de agua fría. Mi mente tardó en procesarlo.
—¿Cómo? —balbuceé.
—Yo solo me sentaba en ese banco porque necesitaba un lugar para pensar. La persona que te contestó fue mi hermano. Es escritor y siempre anda buscando maneras de entretenerse. Leyó tu primera nota, se divirtió con la idea, y... bueno, me envió al café porque pensó que haríamos una buena pareja.
Mi incredulidad se transformó en una carcajada nerviosa. Lo inesperado no era solo la confesión, sino el hecho de que, a pesar de todo, sentí que el destino había jugado bien sus cartas.
—Bueno —dije finalmente, mirándola—, tal vez debería agradecerle a tu hermano. Pero también, quiero seguir viendo a ti.
Ella sonrió, y el viejo parque pareció guardar un secreto más en sus raíces.
Comentarios
Publicar un comentario